PABLO
GENTILLI:
UN
ZAPATO PERDIDO (O CUANDO LAS MIRADAS SABEN MIRAR)
Para
aclarar las confusas ideas que me invadían decidí salir con Mateo, mi hijo de
un año, a hacer unas compras. Las necesidades familiares eran, como casi
siempre, eclécticas: pañales, disquetes, el último libro de Ana Miranda y
algunas botellas de vino argentino difíciles de encontrar a buen precio en Río
de Janeiro. Luego de algunas cuadras, Teo se durmió plácidamente en su
cochecito. Mientras el soñaba con alguna cosa probablemente mágica, percibí que
uno de sus zapatos estaba desatado y casi cayendo. Decidí sacárselo para evitar
que, en un descuido, se perdiera. Pocos segundos después una elegante señora me
alertó: “Cuidado, su hijo perdió un zapatito”. “Gracias, respondí, pero yo se lo saqué”. Algunos metros más
adelante, el portero de un edificio con garaje, aparentemente de sonrisa tímida
y palabra corta, movió la cabeza en dirección al pie de Mateo diciendo en tono
grave: “el zapato”. Levantando el dedo pulgar en señal de agradecimiento
continué mi camino. Antes de llegar al supermercado, doblando la esquina de la
Avenida Nossa Senhora de Copacabana y Rainha Elizabeth, un surfista igualmente
preocupado por el destino del zapato de Teo dijo: “Oi mané, tu hijo perdió la
sandalia”. Erguí el dedo nuevamente y sonreí en señal de agradecimiento. Ya en
el supermercado, los llamados de atención continuaron. La supuesta perdida del
zapato de Mateo no dejaba de mostrar diferentes muestras de solidaridad y
alerta. Llegando a nuestro departamento, Joao, el portero, haciendo gala de su
habitual histrionismo, gritó despertando al niño: “Teo!, tu papá perdió de
nuevo el zapato”
Río
de Janeiro es, como cualquier gran metrópoli latinoamericana, un territorio de
profundos contrastes, donde el lujo y la miseria conviven en formas no siempre
armoniosas.
Mi
desazón era, quizás, injustificada: ¿Qué
hace del pie descalzo de un niño de clase media motivo de reparo y
circunstancial preocupación en una ciudad con centenas de chicos descalzos,
brutalmente descalzos? ¿Por qué, en una
ciudad con decenas de familias viviendo a la intemperie, el pie
superficialmente descalzo de Mateo llamaba más la atención que otros pies cuya
ausencia de zapato es la marca inocultable de la barbarie que supone negar los
más elementales derechos humanos a millares de individuos?
La
pregunta me parecía trivial.
La
posibilidad de reconocer o percibir acontecimientos es una forma de definir los
límites siempre arbitrarios entre lo “normal” y lo “anormal”, lo aceptado y lo
rechazado, lo permitido y lo prohibido. De allí que, mientras es “anormal” que
un niño de clase media ande descalzo, es “absolutamente normal” que centenas de
chicos de la calle anden sin zapatos y deambulando por las calles de Copacabana
pidiendo limosnas.
La
“anormalidad” vuelve los acontecimientos visibles al mismo tiempo que la
“normalidad” suele tener la facultad de ocultarlos. Lo “normal” se vuelve
cotidiano. Y lo cotidiano se desvanece ante la percepción como producto de su
tendencial neutralización.
Expresado
sin tantos rodeos, lo que pretendo decir es que, hoy en nuestras sociedades
dualizadas, la exclusión es invisible a
los ojos. Ciertamente, la invisibilidad es la marca más visible de los
procesos de exclusión en este milenio que comienza. La exclusión y sus efectos
están ahí. Son evidencias crueles y brutales que nos enseñan las esquinas, que
comentan los diarios, que exhiben las pantallas. Sin embargo, la exclusión
parece haber perdido poder para producir espanto e indignación en una buena
parte de la sociedad.
La
selectividad de la mirada cotidiana es implacable: dos pies descalzos no son
dos pies descalzos. Uno es un pie que perdió un zapato. El otro, simplemente no
existe. Uno es el pie de un niño. El otro es el pie de nadie.
La
exclusión se normaliza y, al hacerlo, se neutraliza. Desaparece como “problema”
para volverse a penas un “dato”. Un dato que en su trivialidad, nos acostumbra
a su presencia, nos produce una indignación tan efímera como lo es el recuerdo
de la estadística que informa el porcentaje de individuos que viven por debajo
de la “línea de pobreza”.
En
nuestras sociedades fragmentadas, los excluidos deben acostumbrarse a la
exclusión.
Los
no excluidos también.
La
selectividad de la mirada temerosa es implacable: dos pies descalzos no son dos
pies descalzos. Uno es el pie de un niño. El otro, el pie de una amenaza.
Sin
embargo, el miedo no nos hace “ver” la exclusión. El miedo sólo nos conduce a
temerla. Y el temor es siempre, de uno u otro modo, aliado del olvido, del
silencio. El miedo es un subproducto de
la violencia. Una violencia cuya vocación
es ocultarse, volverse invisible a los ojos de los que la sufren, o presentase
en forma edulcorada en los discursos de las élites que la producen (Pinheiro,
1998). La selectividad de la mirada desmemoriada es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es el pie de
un niño. El otro es un obstáculo.
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