miércoles, 6 de noviembre de 2013

PABLO GENTILLI:
UN ZAPATO PERDIDO (O CUANDO LAS MIRADAS SABEN MIRAR)



Para aclarar las confusas ideas que me invadían decidí salir con Mateo, mi hijo de un año, a hacer unas compras. Las necesidades familiares eran, como casi siempre, eclécticas: pañales, disquetes, el último libro de Ana Miranda y algunas botellas de vino argentino difíciles de encontrar a buen precio en Río de Janeiro. Luego de algunas cuadras, Teo se durmió plácidamente en su cochecito. Mientras el soñaba con alguna cosa probablemente mágica, percibí que uno de sus zapatos estaba desatado y casi cayendo. Decidí sacárselo para evitar que, en un descuido, se perdiera. Pocos segundos después una elegante señora me alertó: “Cuidado, su hijo perdió un zapatito”. “Gracias, respondí, pero yo se lo saqué”. Algunos metros más adelante, el portero de un edificio con garaje, aparentemente de sonrisa tímida y palabra corta, movió la cabeza en dirección al pie de Mateo diciendo en tono grave: “el zapato”. Levantando el dedo pulgar en señal de agradecimiento continué mi camino. Antes de llegar al supermercado, doblando la esquina de la Avenida Nossa Senhora de Copacabana y Rainha Elizabeth, un surfista igualmente preocupado por el destino del zapato de Teo dijo: “Oi mané, tu hijo perdió la sandalia”. Erguí el dedo nuevamente y sonreí en señal de agradecimiento. Ya en el supermercado, los llamados de atención continuaron. La supuesta perdida del zapato de Mateo no dejaba de mostrar diferentes muestras de solidaridad y alerta. Llegando a nuestro departamento, Joao, el portero, haciendo gala de su habitual histrionismo, gritó despertando al niño: “Teo!, tu papá perdió de nuevo el zapato”
Río de Janeiro es, como cualquier gran metrópoli latinoamericana, un territorio de profundos contrastes, donde el lujo y la miseria conviven en formas no siempre armoniosas.
Mi desazón era, quizás, injustificada: ¿Qué hace del pie descalzo de un niño de clase media motivo de reparo y circunstancial preocupación en una ciudad con centenas de chicos descalzos, brutalmente descalzos? ¿Por qué, en una ciudad con decenas de familias viviendo a la intemperie, el pie superficialmente descalzo de Mateo llamaba más la atención que otros pies cuya ausencia de zapato es la marca inocultable de la barbarie que supone negar los más elementales derechos humanos a millares de individuos?
La pregunta me parecía trivial.
La posibilidad de reconocer o percibir acontecimientos es una forma de definir los límites siempre arbitrarios entre lo “normal” y lo “anormal”, lo aceptado y lo rechazado, lo permitido y lo prohibido. De allí que, mientras es “anormal” que un niño de clase media ande descalzo, es “absolutamente normal” que centenas de chicos de la calle anden sin zapatos y deambulando por las calles de Copacabana pidiendo limosnas.
La “anormalidad” vuelve los acontecimientos visibles al mismo tiempo que la “normalidad” suele tener la facultad de ocultarlos. Lo “normal” se vuelve cotidiano. Y lo cotidiano se desvanece ante la percepción como producto de su tendencial neutralización.
Expresado sin tantos rodeos, lo que pretendo decir es que, hoy en nuestras sociedades dualizadas, la exclusión es invisible a los ojos. Ciertamente, la invisibilidad es la marca más visible de los procesos de exclusión en este milenio que comienza. La exclusión y sus efectos están ahí. Son evidencias crueles y brutales que nos enseñan las esquinas, que comentan los diarios, que exhiben las pantallas. Sin embargo, la exclusión parece haber perdido poder para producir espanto e indignación en una buena parte de la sociedad.
La selectividad de la mirada cotidiana es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es un pie que perdió un zapato. El otro, simplemente no existe. Uno es el pie de un niño. El otro es el pie de nadie.
La exclusión se normaliza y, al hacerlo, se neutraliza. Desaparece como “problema” para volverse a penas un “dato”. Un dato que en su trivialidad, nos acostumbra a su presencia, nos produce una indignación tan efímera como lo es el recuerdo de la estadística que informa el porcentaje de individuos que viven por debajo de la “línea de pobreza”.
En nuestras sociedades fragmentadas, los excluidos deben acostumbrarse a la exclusión.
Los no excluidos también.
La selectividad de la mirada temerosa es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es el pie de un niño. El otro, el pie de una amenaza.

Sin embargo, el miedo no nos hace “ver” la exclusión. El miedo sólo nos conduce a temerla. Y el temor es siempre, de uno u otro modo, aliado del olvido, del silencio. El miedo es un subproducto de la violencia. Una violencia cuya vocación es ocultarse, volverse invisible a los ojos de los que la sufren, o presentase en forma edulcorada en los discursos de las élites que la producen (Pinheiro, 1998). La selectividad de la mirada desmemoriada es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es el pie de un niño. El otro es un obstáculo.










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